Post by realeagle on Dec 15, 2009 13:39:11 GMT -5
Eraldo Correia “Pedí y robé para beber”
El técnico que ha llevado al Águila a una nueva final es más que un ex jugador de fútbol. Es un ex jugador que tocó fondo debido a problemas de alcoholismo, que pidió limosna, durmió en la calle y encontró en Dios y el fútbol la redención a una vida de excesos. Cuando Eraldo Correia habla de fútbol, se emociona. Agita los brazos, ve a todos lados, se para, se sienta. Disfruta. Cuando Eraldo Correia habla de su vida, se serena. El brazo izquierdo cae sobre la mesa, el derecho sirve de apoyo a la cabeza y la mirada se queda fija en un punto perdido. Piensa. Reflexiona. Consciente de que su pasado no es el pasado que debería haber sido, admite un problema ya superado, un vicio antes oculto: “Pedí y robé para beber”. Para los que lo conocen, la declaración es la frase de un hombre arrepentido. Para los que no, es la cara oculta de uno de los futbolistas extranjeros más talentosos que ha puesto pie en El Salvador, y que está a las puertas de ser campeón como técnico del Águila. La cara oculta, más que de un técnico, de una persona. Una persona cuya historia inicia en 1956, a miles de kilómetros de El Salvador. En Timbauba, Pernámbuco, Brasil. “A los seis años, murió mi padre. Nos quedamos solos cinco hermanos y mi madre. Mi vida en Brasil era el fútbol, vivía a una calle del estadio de Timbauba, y mi mamá me puso como hora límite para llegar a la casa las 5 de la tarde. Después de esa hora, venían los cinchazos”, empieza Correia, tan brasileño como el más brasileño, amante del fútbol; tan salvadoreño como el más salvadoreño, con el léxico arraigado de tres décadas de vida en suelo cuscatleco. Un suelo al cual llegó en 1978, después que Beto Ferreira, directivo de Santiagueño, fuera a Brasil a buscar jugadores. Se encontró a Correia, que contaba 22 años, y que también era pretendido por un club de segunda división de Portugal. ¿Por qué terminó entonces en El Salvador? “Don Beto me fue a buscar. Me puso $4,000 en las manos, con puros billetes de $20; y para mí que nunca había visto $1, me convenció inmediatamente.” Y así, Eraldo había tomado la decisión que le cambiaría la vida. Viajó a suelo salvadoreño, al que llegó con una maleta, $20 en la mano (“Los otros $3,980 se los dejé en Brasil a mis hermanos, porque mi mamá acababa de morir”), las ganas de salir campeón, y tuvo los primeros partidos con el rival que le marcaría la vida: el alcohol. “Timbauba es el principal productor de caña de azúcar de Pernámbuco. Encontrar guaro ahí es como buscar pupusas en El Salvador”, explica Correia, que, dice, creyó haber llegado al paraíso cuando aterrizó en San Salvador. “Vi Metrocentro y el bulevar de Los Héroes. Creí que ahí iba a jugar. Después, cuando agarramos para Santiago de María, junto con (Jorge) Daclou, nos asustamos, porque toda la gente andaba con el machete en la mano. Nunca había visto eso en Brasil.” Sin embargo, dio igual que estuviera lejos de la capital. Cuando uno quiere trago, siempre lo encuentra. Y Eraldo considera que hasta ya lo traía en la sangre: “Heredé la bebida. Mi abuelo bebía, mi papá bebía, yo ya bebía cuando vine a El Salvador”.
Fue campeón con Santiagueño y se hizo de un nombre. Se fue un año a Guatemala, “donde me quebraron el tobillo”, antes de regresar a El Salvador. Pero Eraldo ya no era el mismo. Seguía exhibiendo clase y calidad en la cancha, pero ya la bebida era tan común en él como los pases de 40 metros y los cambios de juego que muchos le admiraron y ninguno pudo imitar. “Era bolo. De todos los equipos en que estuve, de todos me echaron por bolo. Me multaban, me castigaban, me dejaban en el banquillo, llegaba a entrenar de ‘goma’; no lo podía superar.” Pasaron así los años y pasaron con ellos los equipos, los partidos, las caídas, las levantadas y las recaídas. FAS, Firpo, Acajutla y Cojutepeque se añadieron a su currículo. También aparecieron los que quisieron ayudarlo. “Carlos ‘el Cacho’ Meléndez me ayudó con mi alcoholismo, también Salomón Campos, Mario ‘Macora’ Castillo. Pero siempre recaía, las recaídas son horribles, pero útiles”, reflexiona. Correia todavía fue parte del Baygón-ADET que salvó la categoría en 1992. “Víctor Pacheco y Héctor Palomo Sol me dijeron que me contrataban con la condición de que me uniera a los Alcohólicos Anónimos. Intenté superarlo, pero solo con mi propia fuerza no era suficiente. Entonces, me di cuenta que Cristo me amaba aún siendo bolo.” Pero todavía eso no fue suficiente. Después desapareció del mapa de la primera división. Jugó un año más en segunda, con Dragón, y cuando el club tirafuego ganó su ascenso, desapareció definitivamente. “Dejé de llegar por andar bebiendo, y ya no me soportaron.” El fin de la carrera de futbolista fue el inicio de la parte más dura del hundimiento. Primero compró y revendió electrodomésticos, lácteos; pero no le alcanzaba para sostenerse. “Boté todo lo que gané, no ahorré, no invertí... y pedí. La gente me veía en la calle, y como me conocían, decían: ‘tan buena gente y tan borrachito’. En lugar de monedas, me daban botellas. Dormía en el parque, porque me divorcié de mi esposa. Me llevaban al hospital, estuve hasta preso para dejar de beber.” Y cuando parecía que Eraldo no podía tocar más fondo, paró un pie y luego el otro. “Vi que los que jugaron a la par mía —Rubén Alonso, Hugo Coria, Alberto Castillo— tenían estabilidad y yo estaba en la calle. No fue cuestión de un día para otro, fue gradual. Mi juventud había pasado, era un bolo chuco. Yo no hice nada, fue Dios el que hizo algo en mí. En un centro de rehabilitación de Jucuapa me dije que no tenía otra salida.” Y así, un paso a la vez, Eraldo logró salir del infierno de más de 30 años. “Por el amor al fútbol y por el amor de Dios.” Hoy está a las puertas de un título. ¿Cómo lo celebrará si gana? ¿Un trago? “No, orando.”
El técnico que ha llevado al Águila a una nueva final es más que un ex jugador de fútbol. Es un ex jugador que tocó fondo debido a problemas de alcoholismo, que pidió limosna, durmió en la calle y encontró en Dios y el fútbol la redención a una vida de excesos. Cuando Eraldo Correia habla de fútbol, se emociona. Agita los brazos, ve a todos lados, se para, se sienta. Disfruta. Cuando Eraldo Correia habla de su vida, se serena. El brazo izquierdo cae sobre la mesa, el derecho sirve de apoyo a la cabeza y la mirada se queda fija en un punto perdido. Piensa. Reflexiona. Consciente de que su pasado no es el pasado que debería haber sido, admite un problema ya superado, un vicio antes oculto: “Pedí y robé para beber”. Para los que lo conocen, la declaración es la frase de un hombre arrepentido. Para los que no, es la cara oculta de uno de los futbolistas extranjeros más talentosos que ha puesto pie en El Salvador, y que está a las puertas de ser campeón como técnico del Águila. La cara oculta, más que de un técnico, de una persona. Una persona cuya historia inicia en 1956, a miles de kilómetros de El Salvador. En Timbauba, Pernámbuco, Brasil. “A los seis años, murió mi padre. Nos quedamos solos cinco hermanos y mi madre. Mi vida en Brasil era el fútbol, vivía a una calle del estadio de Timbauba, y mi mamá me puso como hora límite para llegar a la casa las 5 de la tarde. Después de esa hora, venían los cinchazos”, empieza Correia, tan brasileño como el más brasileño, amante del fútbol; tan salvadoreño como el más salvadoreño, con el léxico arraigado de tres décadas de vida en suelo cuscatleco. Un suelo al cual llegó en 1978, después que Beto Ferreira, directivo de Santiagueño, fuera a Brasil a buscar jugadores. Se encontró a Correia, que contaba 22 años, y que también era pretendido por un club de segunda división de Portugal. ¿Por qué terminó entonces en El Salvador? “Don Beto me fue a buscar. Me puso $4,000 en las manos, con puros billetes de $20; y para mí que nunca había visto $1, me convenció inmediatamente.” Y así, Eraldo había tomado la decisión que le cambiaría la vida. Viajó a suelo salvadoreño, al que llegó con una maleta, $20 en la mano (“Los otros $3,980 se los dejé en Brasil a mis hermanos, porque mi mamá acababa de morir”), las ganas de salir campeón, y tuvo los primeros partidos con el rival que le marcaría la vida: el alcohol. “Timbauba es el principal productor de caña de azúcar de Pernámbuco. Encontrar guaro ahí es como buscar pupusas en El Salvador”, explica Correia, que, dice, creyó haber llegado al paraíso cuando aterrizó en San Salvador. “Vi Metrocentro y el bulevar de Los Héroes. Creí que ahí iba a jugar. Después, cuando agarramos para Santiago de María, junto con (Jorge) Daclou, nos asustamos, porque toda la gente andaba con el machete en la mano. Nunca había visto eso en Brasil.” Sin embargo, dio igual que estuviera lejos de la capital. Cuando uno quiere trago, siempre lo encuentra. Y Eraldo considera que hasta ya lo traía en la sangre: “Heredé la bebida. Mi abuelo bebía, mi papá bebía, yo ya bebía cuando vine a El Salvador”.
Fue campeón con Santiagueño y se hizo de un nombre. Se fue un año a Guatemala, “donde me quebraron el tobillo”, antes de regresar a El Salvador. Pero Eraldo ya no era el mismo. Seguía exhibiendo clase y calidad en la cancha, pero ya la bebida era tan común en él como los pases de 40 metros y los cambios de juego que muchos le admiraron y ninguno pudo imitar. “Era bolo. De todos los equipos en que estuve, de todos me echaron por bolo. Me multaban, me castigaban, me dejaban en el banquillo, llegaba a entrenar de ‘goma’; no lo podía superar.” Pasaron así los años y pasaron con ellos los equipos, los partidos, las caídas, las levantadas y las recaídas. FAS, Firpo, Acajutla y Cojutepeque se añadieron a su currículo. También aparecieron los que quisieron ayudarlo. “Carlos ‘el Cacho’ Meléndez me ayudó con mi alcoholismo, también Salomón Campos, Mario ‘Macora’ Castillo. Pero siempre recaía, las recaídas son horribles, pero útiles”, reflexiona. Correia todavía fue parte del Baygón-ADET que salvó la categoría en 1992. “Víctor Pacheco y Héctor Palomo Sol me dijeron que me contrataban con la condición de que me uniera a los Alcohólicos Anónimos. Intenté superarlo, pero solo con mi propia fuerza no era suficiente. Entonces, me di cuenta que Cristo me amaba aún siendo bolo.” Pero todavía eso no fue suficiente. Después desapareció del mapa de la primera división. Jugó un año más en segunda, con Dragón, y cuando el club tirafuego ganó su ascenso, desapareció definitivamente. “Dejé de llegar por andar bebiendo, y ya no me soportaron.” El fin de la carrera de futbolista fue el inicio de la parte más dura del hundimiento. Primero compró y revendió electrodomésticos, lácteos; pero no le alcanzaba para sostenerse. “Boté todo lo que gané, no ahorré, no invertí... y pedí. La gente me veía en la calle, y como me conocían, decían: ‘tan buena gente y tan borrachito’. En lugar de monedas, me daban botellas. Dormía en el parque, porque me divorcié de mi esposa. Me llevaban al hospital, estuve hasta preso para dejar de beber.” Y cuando parecía que Eraldo no podía tocar más fondo, paró un pie y luego el otro. “Vi que los que jugaron a la par mía —Rubén Alonso, Hugo Coria, Alberto Castillo— tenían estabilidad y yo estaba en la calle. No fue cuestión de un día para otro, fue gradual. Mi juventud había pasado, era un bolo chuco. Yo no hice nada, fue Dios el que hizo algo en mí. En un centro de rehabilitación de Jucuapa me dije que no tenía otra salida.” Y así, un paso a la vez, Eraldo logró salir del infierno de más de 30 años. “Por el amor al fútbol y por el amor de Dios.” Hoy está a las puertas de un título. ¿Cómo lo celebrará si gana? ¿Un trago? “No, orando.”