Post by realeagle on Mar 1, 2010 14:07:18 GMT -5
Funes tras el camino correcto de Lula
El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, le demostró a los gobernantes latinoamericanos, muchos de ellos tentados por ahogar las libertades para tratar de encontrar una falsa igualdad social, que el mejor secreto de quien ejerce el poder es conseguir un crecimiento sostenido de la economía, sin aventuras populistas y sin abandonar el combate contra la pobreza.En su largo salto entre el sindicalista radical y el estadista, Luiz Inácio Lula da Silva edescubrió no sólo su país, sino también puso, frente a un espejo, todas las potencialidades que tenemos los latinoamericanos. El mandatario convirtió a Brasil en un país estable políticamente. Logró disminuir las vulnerabilidades fiscales y externas, transformó esa nación en un paraíso de la inversión extranjera; pero, sobre todo, nos demostró que son los gobernantes que se ponen al frente de los avances y de la estabilidad del país, los que logran recomponer realidades que queremos abandonar. Es cierto que el gran tamaño de su nación, la riqueza de recursos naturales y un dilatado mercado ayudó a Lula da Silva a conseguir buena parte de sus propósitos. Pero, nadie puede negar que una acertada política de privatizaciones que cortó al estado lo que más le dolía a la economía brasileña, y la diversificación de su sector productivo, también fueron decisiones trascendentales en ese país. Brasil está, además, cerca de otros países que piensan que la apertura de los mercados favorece el crecimiento económico siempre que se posea una base productiva amplia, agresiva y de mucho empuje empresarial. Brasil ya no es futuro. Es un país presente metido en una economía global. Pero, también es esperanza: la mayoríade los problemas están en busca de aceleradas soluciones. Por algo Brasil es, junto con China, Rusia y la India, una de las cuatro naciones que más atraen a los inversionistas del mundo. También lidera el desarrollo económico de Latinoamérica y es la octava economía mundial. Brasil siempre necesitó de una receta especial a la que no se le podía aplicar cualquier fórmula que experimentara otro país de afuera. Esa receta especial nacía del hecho mismo de que es un Estado con identidad fuerte y propia. Eso lo entendió Lula y lo aplicó a la perfección. Tenemos que reconocer que el presidente Lula da Silva ya dejó una buena herencia en El Salvador. Cuando nació la incertidumbre tras las elecciones presidenciales pasadas, el presidente Mauricio Funes optó por ayudar a construir una Patria amante de las libertades públicas, reconocedora del importante papel de la empresa privada, y donde la democracia también signifique una lucha constante por el crecimiento económico y la reducción de la pobreza.
Aunque el nuevo gobierno aún debe probar su eficacia y talento para conseguir sus propósitos, los salvadoreños nunca antes habíamos celebrado tanto que un gobernante pronunciara el nombre de “Lula”, cuando otros, con chatura intelectual, querían que aprendiéramos a morir por consunción convocando a “Hugo Chávez” o “Fidel Castro”. Funes ha repetido, mil veces, que su camino siempre será el de Lula da Silva. Entenderíamos, entonces, que El Salvador seguirá, en los próximos cuatro años, un sendero de estabilidad y fortalecimiento de las instituciones democráticas y una permanente búsqueda de armonía entre la producción de riqueza y la guerra contra la pobreza, sin caer en tentaciones populistas y, menos aún, sin que la gravedad ideológica nos lleve hacia órbitas chavistas o castristas. Pero, si bien la influencia de Lula da Silva en El Salvador ya produjo ese tipo de consecuencias, a pesar de las constantes escaramuzas del presidente Funes para frenar en raya a su propio partido, es importante plantear algunas interrogantes sobre el futuro de las relaciones entre ambos países. Al igual que Brasil, El Salvador es una nación con identidad propia en la que no podemos calcar las recetas sudamericanas. Se trata de dos países con realidades muy diferentes. A pesar de eso, este país no sólo puede aprender mucho de un Estado que ha convertido el presente en verdadera esperanza, sino que también necesitamos saber qué podemos esperar de Brasil, aún cuando el presidente Lula da Silva no esté en el poder, como ocurrirá el año entrante. Sabemos que Lula da Silva trae en su cartera varios proyectos de cooperación económica. Pero, sin pretender convertirnos en un Estado apéndice de los brasileños, estimamos que es importante definir los aportes que Brasil podrá darnos en el futuro. Quizá este tipo de dudas se originan en el hecho de que somos un país pequeño, aunque emblemático, que difícilmente podemos colocarnos en una relevante posición para los brasileños. Quizá nazcan de nuestras propias inseguridades. Pero, si Brasil cree en El Salvador, esa nación sudamericana puede transformarse en una importante ventana que nos ayude no sólo a empujar la difícil carreta que transportamos, sino que también contribuya a colocarnos en el mapa mundial para recibir una mayor inversión extranjera. Brasil puede ser la universidad de nuestros gobernantes para terminar de entender que la pobreza se vence, esencialmente, creando una mayor riqueza y que ésta puede repartirse sin populismos sesenteros ni imaginaciones perversas. Hay que aceptar que El Salvador está lejos de las prioridades del gigante brasileño que se sienta a la mesa con los amos del mundo. Si somos realistas, entenderemos que los empresarios brasileños no tendrían muchas razones para venir a invertir en un país lleno de incertidumbre política donde los amigos de Chávez,y de Fidel, se ufanan por estar arriba en las encuestas, donde la violencia se nos salió, hace mucho rato, de las manos, y donde tenemos un mercado reducido y sin mucho poder adquisitivo. Pero, constituimos un Estado con condiciones extraordinarias para transformar nuestras dificultades en grandes oportunidades.
Hay muchas otras razones para pedirle a Brasil que nos alumbre el camino y que, ojalá, los futuros gobernantes no miren a este país como el viejo amigo de Lula da Silva donde las cosas, simplemente, fueron producto de un amor de temporada. Necesitamos de Brasil y de muchos otros países. Pero debemos pedir compromisos serios y de mayor durabilidad en el tiempo. Necesitamos construir relaciones prolongadas y perdurables de mutuo beneficio para las naciones. Por muchas razones, en Centroamérica no tenemos muchas opciones. Estamos acorralados por gobiernos, y gobernantes que, detrás de su petróleo barato, de sus billeteras donantes, de sus vendimias ideológicas extremas, quieren instalar modelos políticos que representan una verdadera afrenta contra la libertad, el progreso, las iniciativas privadas y la democracia. Sobran quienes quieren vernos metidos en el más sobrecogedor salvajismo político.De Brasil podemos recibir muchas enseñanzas y ser sujetos de cooperación e intercambio en muchísimas áreas económicas y sociales. De las manos brasileñas podemos recibir desde contribuciones para instalar una universidad agrícola que nos guíe en la búsqueda de soluciones para los problemas del campo y la agricultura, hasta una innovadora transferencia tecnológica,o fundar un centro de atracción de inversiones brasileñas que aspiren, desde aquí, llegar a los mercados de los Estados Unidos. Quizá, en parte, lo que necesita la empresa privada salvadoreña, y brasileña , son signos de una relación que perdure en el tiempo y se coloque encima de los vaivenes políticos, para hacer sus mejores aportes. Si Brasil realmente quiere mayores compromisos con los salvadoreños, podremos estar seguros que durante casi 300 años de vida independiente, nos hemos mostrado como un país que no sólo quiere que nos regalen el pescado que nos comemos. Lo que pretendemos es que, inspirados por nuestra ética laboral, en nuestras responsabilidades históricas, en la corrección de nuestros propios errores, nos enseñen a pescar. Queremos aportar lo mejor de nuestras tremendas potencialidades como pueblo, y como nación. Pero, para eso necesitamos grandes definiciones y compromisos abiertos, francos, duraderos y trascendentes de países como Brasil.
El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, le demostró a los gobernantes latinoamericanos, muchos de ellos tentados por ahogar las libertades para tratar de encontrar una falsa igualdad social, que el mejor secreto de quien ejerce el poder es conseguir un crecimiento sostenido de la economía, sin aventuras populistas y sin abandonar el combate contra la pobreza.En su largo salto entre el sindicalista radical y el estadista, Luiz Inácio Lula da Silva edescubrió no sólo su país, sino también puso, frente a un espejo, todas las potencialidades que tenemos los latinoamericanos. El mandatario convirtió a Brasil en un país estable políticamente. Logró disminuir las vulnerabilidades fiscales y externas, transformó esa nación en un paraíso de la inversión extranjera; pero, sobre todo, nos demostró que son los gobernantes que se ponen al frente de los avances y de la estabilidad del país, los que logran recomponer realidades que queremos abandonar. Es cierto que el gran tamaño de su nación, la riqueza de recursos naturales y un dilatado mercado ayudó a Lula da Silva a conseguir buena parte de sus propósitos. Pero, nadie puede negar que una acertada política de privatizaciones que cortó al estado lo que más le dolía a la economía brasileña, y la diversificación de su sector productivo, también fueron decisiones trascendentales en ese país. Brasil está, además, cerca de otros países que piensan que la apertura de los mercados favorece el crecimiento económico siempre que se posea una base productiva amplia, agresiva y de mucho empuje empresarial. Brasil ya no es futuro. Es un país presente metido en una economía global. Pero, también es esperanza: la mayoríade los problemas están en busca de aceleradas soluciones. Por algo Brasil es, junto con China, Rusia y la India, una de las cuatro naciones que más atraen a los inversionistas del mundo. También lidera el desarrollo económico de Latinoamérica y es la octava economía mundial. Brasil siempre necesitó de una receta especial a la que no se le podía aplicar cualquier fórmula que experimentara otro país de afuera. Esa receta especial nacía del hecho mismo de que es un Estado con identidad fuerte y propia. Eso lo entendió Lula y lo aplicó a la perfección. Tenemos que reconocer que el presidente Lula da Silva ya dejó una buena herencia en El Salvador. Cuando nació la incertidumbre tras las elecciones presidenciales pasadas, el presidente Mauricio Funes optó por ayudar a construir una Patria amante de las libertades públicas, reconocedora del importante papel de la empresa privada, y donde la democracia también signifique una lucha constante por el crecimiento económico y la reducción de la pobreza.
Aunque el nuevo gobierno aún debe probar su eficacia y talento para conseguir sus propósitos, los salvadoreños nunca antes habíamos celebrado tanto que un gobernante pronunciara el nombre de “Lula”, cuando otros, con chatura intelectual, querían que aprendiéramos a morir por consunción convocando a “Hugo Chávez” o “Fidel Castro”. Funes ha repetido, mil veces, que su camino siempre será el de Lula da Silva. Entenderíamos, entonces, que El Salvador seguirá, en los próximos cuatro años, un sendero de estabilidad y fortalecimiento de las instituciones democráticas y una permanente búsqueda de armonía entre la producción de riqueza y la guerra contra la pobreza, sin caer en tentaciones populistas y, menos aún, sin que la gravedad ideológica nos lleve hacia órbitas chavistas o castristas. Pero, si bien la influencia de Lula da Silva en El Salvador ya produjo ese tipo de consecuencias, a pesar de las constantes escaramuzas del presidente Funes para frenar en raya a su propio partido, es importante plantear algunas interrogantes sobre el futuro de las relaciones entre ambos países. Al igual que Brasil, El Salvador es una nación con identidad propia en la que no podemos calcar las recetas sudamericanas. Se trata de dos países con realidades muy diferentes. A pesar de eso, este país no sólo puede aprender mucho de un Estado que ha convertido el presente en verdadera esperanza, sino que también necesitamos saber qué podemos esperar de Brasil, aún cuando el presidente Lula da Silva no esté en el poder, como ocurrirá el año entrante. Sabemos que Lula da Silva trae en su cartera varios proyectos de cooperación económica. Pero, sin pretender convertirnos en un Estado apéndice de los brasileños, estimamos que es importante definir los aportes que Brasil podrá darnos en el futuro. Quizá este tipo de dudas se originan en el hecho de que somos un país pequeño, aunque emblemático, que difícilmente podemos colocarnos en una relevante posición para los brasileños. Quizá nazcan de nuestras propias inseguridades. Pero, si Brasil cree en El Salvador, esa nación sudamericana puede transformarse en una importante ventana que nos ayude no sólo a empujar la difícil carreta que transportamos, sino que también contribuya a colocarnos en el mapa mundial para recibir una mayor inversión extranjera. Brasil puede ser la universidad de nuestros gobernantes para terminar de entender que la pobreza se vence, esencialmente, creando una mayor riqueza y que ésta puede repartirse sin populismos sesenteros ni imaginaciones perversas. Hay que aceptar que El Salvador está lejos de las prioridades del gigante brasileño que se sienta a la mesa con los amos del mundo. Si somos realistas, entenderemos que los empresarios brasileños no tendrían muchas razones para venir a invertir en un país lleno de incertidumbre política donde los amigos de Chávez,y de Fidel, se ufanan por estar arriba en las encuestas, donde la violencia se nos salió, hace mucho rato, de las manos, y donde tenemos un mercado reducido y sin mucho poder adquisitivo. Pero, constituimos un Estado con condiciones extraordinarias para transformar nuestras dificultades en grandes oportunidades.
Hay muchas otras razones para pedirle a Brasil que nos alumbre el camino y que, ojalá, los futuros gobernantes no miren a este país como el viejo amigo de Lula da Silva donde las cosas, simplemente, fueron producto de un amor de temporada. Necesitamos de Brasil y de muchos otros países. Pero debemos pedir compromisos serios y de mayor durabilidad en el tiempo. Necesitamos construir relaciones prolongadas y perdurables de mutuo beneficio para las naciones. Por muchas razones, en Centroamérica no tenemos muchas opciones. Estamos acorralados por gobiernos, y gobernantes que, detrás de su petróleo barato, de sus billeteras donantes, de sus vendimias ideológicas extremas, quieren instalar modelos políticos que representan una verdadera afrenta contra la libertad, el progreso, las iniciativas privadas y la democracia. Sobran quienes quieren vernos metidos en el más sobrecogedor salvajismo político.De Brasil podemos recibir muchas enseñanzas y ser sujetos de cooperación e intercambio en muchísimas áreas económicas y sociales. De las manos brasileñas podemos recibir desde contribuciones para instalar una universidad agrícola que nos guíe en la búsqueda de soluciones para los problemas del campo y la agricultura, hasta una innovadora transferencia tecnológica,o fundar un centro de atracción de inversiones brasileñas que aspiren, desde aquí, llegar a los mercados de los Estados Unidos. Quizá, en parte, lo que necesita la empresa privada salvadoreña, y brasileña , son signos de una relación que perdure en el tiempo y se coloque encima de los vaivenes políticos, para hacer sus mejores aportes. Si Brasil realmente quiere mayores compromisos con los salvadoreños, podremos estar seguros que durante casi 300 años de vida independiente, nos hemos mostrado como un país que no sólo quiere que nos regalen el pescado que nos comemos. Lo que pretendemos es que, inspirados por nuestra ética laboral, en nuestras responsabilidades históricas, en la corrección de nuestros propios errores, nos enseñen a pescar. Queremos aportar lo mejor de nuestras tremendas potencialidades como pueblo, y como nación. Pero, para eso necesitamos grandes definiciones y compromisos abiertos, francos, duraderos y trascendentes de países como Brasil.