Post by aguiluchomayor on Aug 11, 2005 11:15:57 GMT -5
Una leyenda de galera y bastón
Con un irrenunciable estilo de juego, con abanderados como Labruna y Alonso, en estas seis décadas River pobló sus vitrinas con títulos y gloria.
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Miguel Angel Bertolotto.
mbertolotto@clarin.com
Ya eran Los Millonarios, tras los siderales diez mil pesos pagados por el pase de Carlos Peucelle en 1931, cuando alumbraba el profesionalismo. Ya había disfrutado del incomparable Bernabé Ferreyra, el primer ídolo, el hombre que revolucionó el fútbol argentino. Ya mostraba, con el pecho henchido de orgullo, esa maravillosa obra llamada estadio Monumental, que nació en la mente soñadora de Antonio Liberti, un visionario. Ya tenía cinco campeonatos (32-36-37-41-42) de la larga e inigualable colección. Ya se había regocijado (y todavía se iba a seguir regocijando) con La Máquina verdadera —modelada por Renato Cesarini y el Maestro Peucelle—, con el quinteto más famoso de un tiempo dorado: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, quienes se encontraron por primera vez en un 1-0 contra Platense, allá por el 42, año que concluyó con un broche perfecto: la primera vuelta olímpica en la Bombonera, el terreno enemigo.
Ya era grande, muy grande, River en 1945. Y en esa temporada asomaron a la Primera División tres juveniles que hicieron historia de la mejor: Amadeo Carrizo, Néstor Rossi y Alfredo Di Stéfano (debutaron en ese orden). El equipo arrasaba, con la base de La Máquina, pero con Alberto Gallo en lugar de José Manuel Moreno, quien había emigrado a México. Los Caballeros de la Angustia se rotuló a aquel River, porque la rompía, daba espectáculo, jugaba como si sobrara a los rivales, pero terminaba ganando sobre el final y por diferencias exiguas. El cierre, claro, fue feliz: otra vez campeón.
El año siguiente no hubo título, pero sí un hecho conmovedor: el retorno de Moreno. Fue el 28 de julio del 46, con Atlanta como adversario y con Ferro como escenario. Y la cancha quedó chica: una multitud calculada en cuarenta mil personas la reventó e invadió el campo de juego porque no cabía en las tribunas: el partido se suspendió durante media hora. River goleó 5-1 y el Charro —un personaje como no hubo otro— convirtió tres goles... La Máquina emblemática se despidió con un 2-2 ante Huracán.
La sana costumbre de correr vueltas olímpicas volvió en 1947, el campeonato de La Saeta Rubia. Ya no estaban Pedernera ni Deambrosi (ambos en Atlanta) ni Gallo (en Racing). Pero regresó Di Stéfano de Huracán y se transformó en la sensación, en la carta brava de una delantera que alineaba a Reyes, Moreno, Di Stéfano, Labruna y Loustau. "¡Aserrín/ aserrán/como baila el Alemán!", deliraba la muchedumbre coreando el otro apodo de Alfredo. "¡Socorro/socorro/ahí viene la Saeta con su propulsión a chorro!", era el segundo grito distintivo. River resignó el fútbol cerebral de Pedernera; lo cambió por la velocidad y la productividad de Di Stéfano. Y fue campeón con seis puntos de diferencia sobre Boca. Y Alfredo, goleador del torneo con 27 impactos... Di Stéfano fue partícipe del masivo éxodo del 49 y partió a Colombia, junto a Pipo Rossi y Luis Ferreyra. Antes, Moreno se había ido a Chile.
La década del cincuenta confirmó la notable hegemonía de River: ganó cinco títulos en seis años. Con un doblete (52-53) y el primero de sus tripletes (1955-56-57). Epocas de José María Minella como entrenador, de Angel Labruna —el mayor mito del club— como goleador implacable, de Amadeo Carrizo como inventor del puesto de arquero, de Walter Gómez como malabarista de la número cinco (¡"La gente ya no come/por ver a Walter Gómez!", se rompía la garganta el hincha que lo elevó a la categoría de intocable). Epocas, también, de dos purretes irreverentes que dejaban la pelota chiquita como una naranja: Enrique Omar Sívori y Norberto Menéndez. River gozó poco con el fútbol del Cabezón, a quien la poderosa Juventus se llevó en 1957 dejando sobre la mesa una suma irresistible y récord: 10 millones de pesos. Con ese dinero, se construyó la cuarta tribuna del Monumental, la que hoy lleva —con toda justicia— el nombre de Sívori.
De golpe, después de tantas alegrías, a River se le vino la noche más oscura. Y estuvo dieciocho años sin gritar campeón, a pesar de disponer de brillantes formaciones y notables exponentes. Hasta que llegó Angel Labruna, ya como técnico, en el 75. Y se presentó con una promesa estruendosa, sin asustarse con una palabra que parecía maldita en Núñez. "Vengo a River para salir campeón", sentenció El Angel de la Victoria. Y así fue, nomás. Mezcló experiencia (Perfumo, Raimondo, Pedro González, Mas) con juventud (Merlo, Juan José López, Alonso, Morete). Y armó un River voraz, ambicioso, ofensivo al ciento por ciento, incontenible, que tenía un granítico respaldo atrás: Ubaldo Fillol, un arquero que parecía invencible. Fue campeón del Metro, River. Y fue bicampeón al adueñarse del Nacional. La profecía de Labruna estaba plenamente cumplida... Tanto que luego fue campeón cuatro veces más...
Desde el 75 hasta hoy, River sumó 20 títulos más hasta llegar a los 32, una cifra que lo convierte en el más ganador de la AFA. Y llegaron las ansiadas Libertadores e Intercontinental del 86, con Alonso —el más grande ídolo moderno— como insignia y con Veira como técnico. Y las conquistas de Passarella —un empedernido triunfador como jugador y como DT— y de Gallego. Y los récords de Ramón Díaz: siete campeonatos —uno más que Labruna y Minella—, entre ellos la Libertadores 96 y la Supercopa 97. Y el paso de Pellegrini. Y la actualidad de Astrada, el futbolista más exitoso (12 logros) que ya tiene un galardón como entrenador. Y los intérpretes vestidos de corto que dejaron su sello indeleble: Francescoli —otro ídolo de aquellos— y Ortega, Crespo y Salas, Aimar y Saviola, Gallardo y D'Alessandro, Mascherano y Lucho González. Y, por sobre todas las cosas, la marca registrada de River: fútbol de galera y bastón.
Con un irrenunciable estilo de juego, con abanderados como Labruna y Alonso, en estas seis décadas River pobló sus vitrinas con títulos y gloria.
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Miguel Angel Bertolotto.
mbertolotto@clarin.com
Ya eran Los Millonarios, tras los siderales diez mil pesos pagados por el pase de Carlos Peucelle en 1931, cuando alumbraba el profesionalismo. Ya había disfrutado del incomparable Bernabé Ferreyra, el primer ídolo, el hombre que revolucionó el fútbol argentino. Ya mostraba, con el pecho henchido de orgullo, esa maravillosa obra llamada estadio Monumental, que nació en la mente soñadora de Antonio Liberti, un visionario. Ya tenía cinco campeonatos (32-36-37-41-42) de la larga e inigualable colección. Ya se había regocijado (y todavía se iba a seguir regocijando) con La Máquina verdadera —modelada por Renato Cesarini y el Maestro Peucelle—, con el quinteto más famoso de un tiempo dorado: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, quienes se encontraron por primera vez en un 1-0 contra Platense, allá por el 42, año que concluyó con un broche perfecto: la primera vuelta olímpica en la Bombonera, el terreno enemigo.
Ya era grande, muy grande, River en 1945. Y en esa temporada asomaron a la Primera División tres juveniles que hicieron historia de la mejor: Amadeo Carrizo, Néstor Rossi y Alfredo Di Stéfano (debutaron en ese orden). El equipo arrasaba, con la base de La Máquina, pero con Alberto Gallo en lugar de José Manuel Moreno, quien había emigrado a México. Los Caballeros de la Angustia se rotuló a aquel River, porque la rompía, daba espectáculo, jugaba como si sobrara a los rivales, pero terminaba ganando sobre el final y por diferencias exiguas. El cierre, claro, fue feliz: otra vez campeón.
El año siguiente no hubo título, pero sí un hecho conmovedor: el retorno de Moreno. Fue el 28 de julio del 46, con Atlanta como adversario y con Ferro como escenario. Y la cancha quedó chica: una multitud calculada en cuarenta mil personas la reventó e invadió el campo de juego porque no cabía en las tribunas: el partido se suspendió durante media hora. River goleó 5-1 y el Charro —un personaje como no hubo otro— convirtió tres goles... La Máquina emblemática se despidió con un 2-2 ante Huracán.
La sana costumbre de correr vueltas olímpicas volvió en 1947, el campeonato de La Saeta Rubia. Ya no estaban Pedernera ni Deambrosi (ambos en Atlanta) ni Gallo (en Racing). Pero regresó Di Stéfano de Huracán y se transformó en la sensación, en la carta brava de una delantera que alineaba a Reyes, Moreno, Di Stéfano, Labruna y Loustau. "¡Aserrín/ aserrán/como baila el Alemán!", deliraba la muchedumbre coreando el otro apodo de Alfredo. "¡Socorro/socorro/ahí viene la Saeta con su propulsión a chorro!", era el segundo grito distintivo. River resignó el fútbol cerebral de Pedernera; lo cambió por la velocidad y la productividad de Di Stéfano. Y fue campeón con seis puntos de diferencia sobre Boca. Y Alfredo, goleador del torneo con 27 impactos... Di Stéfano fue partícipe del masivo éxodo del 49 y partió a Colombia, junto a Pipo Rossi y Luis Ferreyra. Antes, Moreno se había ido a Chile.
La década del cincuenta confirmó la notable hegemonía de River: ganó cinco títulos en seis años. Con un doblete (52-53) y el primero de sus tripletes (1955-56-57). Epocas de José María Minella como entrenador, de Angel Labruna —el mayor mito del club— como goleador implacable, de Amadeo Carrizo como inventor del puesto de arquero, de Walter Gómez como malabarista de la número cinco (¡"La gente ya no come/por ver a Walter Gómez!", se rompía la garganta el hincha que lo elevó a la categoría de intocable). Epocas, también, de dos purretes irreverentes que dejaban la pelota chiquita como una naranja: Enrique Omar Sívori y Norberto Menéndez. River gozó poco con el fútbol del Cabezón, a quien la poderosa Juventus se llevó en 1957 dejando sobre la mesa una suma irresistible y récord: 10 millones de pesos. Con ese dinero, se construyó la cuarta tribuna del Monumental, la que hoy lleva —con toda justicia— el nombre de Sívori.
De golpe, después de tantas alegrías, a River se le vino la noche más oscura. Y estuvo dieciocho años sin gritar campeón, a pesar de disponer de brillantes formaciones y notables exponentes. Hasta que llegó Angel Labruna, ya como técnico, en el 75. Y se presentó con una promesa estruendosa, sin asustarse con una palabra que parecía maldita en Núñez. "Vengo a River para salir campeón", sentenció El Angel de la Victoria. Y así fue, nomás. Mezcló experiencia (Perfumo, Raimondo, Pedro González, Mas) con juventud (Merlo, Juan José López, Alonso, Morete). Y armó un River voraz, ambicioso, ofensivo al ciento por ciento, incontenible, que tenía un granítico respaldo atrás: Ubaldo Fillol, un arquero que parecía invencible. Fue campeón del Metro, River. Y fue bicampeón al adueñarse del Nacional. La profecía de Labruna estaba plenamente cumplida... Tanto que luego fue campeón cuatro veces más...
Desde el 75 hasta hoy, River sumó 20 títulos más hasta llegar a los 32, una cifra que lo convierte en el más ganador de la AFA. Y llegaron las ansiadas Libertadores e Intercontinental del 86, con Alonso —el más grande ídolo moderno— como insignia y con Veira como técnico. Y las conquistas de Passarella —un empedernido triunfador como jugador y como DT— y de Gallego. Y los récords de Ramón Díaz: siete campeonatos —uno más que Labruna y Minella—, entre ellos la Libertadores 96 y la Supercopa 97. Y el paso de Pellegrini. Y la actualidad de Astrada, el futbolista más exitoso (12 logros) que ya tiene un galardón como entrenador. Y los intérpretes vestidos de corto que dejaron su sello indeleble: Francescoli —otro ídolo de aquellos— y Ortega, Crespo y Salas, Aimar y Saviola, Gallardo y D'Alessandro, Mascherano y Lucho González. Y, por sobre todas las cosas, la marca registrada de River: fútbol de galera y bastón.